miércoles, 2 de junio de 2021

De luto Asociación Cronistas del Estado Bolívar por muerte del amigo colega Luis Emilio Hurtado Zorrilla Cronista de Ciudad Piar

jueves, 20 de mayo de 2021

Día del Cronista

El día fue declarado en el año 1986 en la XVIII Convención Anual de la Asociación de Cronistas de Venezuela celebrada en Punto Fijo, estado Falcón, en Homenaje y Memoria del “Cronista Mayor”, como se conoce a Enrique Bernardo Núñez, escritor, periodista y diplomático, nacido en Valencia – estado Carabobo. Autor entre otras obras de: La Ciudad de los techos rojos, Cubagua y El hombre de la levita gris. Fue el primer cronista oficial de Caracas, nombrado oficialmente por una municipalidad en nuestro país el 15 de enero de 1945. El cronista escribe sobre la cotidianidad de los pueblos y ciudades. Corresponde a ellos, de acuerdo con los estatutos de la ANCOV, Narrar su acontecer así como su: origen, desarrollo, afectos, querencias, recuerdos, personajes, hechos que aviven la memoria que, de generación en generación, permita generar identidades y así concienciar sobre la responsabilidad que se tiene en la construcción de su propio proyecto histórico. (AF)

martes, 11 de agosto de 2020

LOS MARTILLAZOS DE CRESCENCIO MENDOZA:



La Capilla de San José, construida en Upata hacia el año 1903, ubicada en el centro de la ciudad y en una relación actual con el mercado municipal; constituía en la época  un vasto y extenso terreno desocupado, con pocas viviendas del tipo Construcción colonial miserable, así definida por los eruditos de la arquitectura. Por supuesto la primera experiencia de crear y establecer un lugar de expendio de víveres y carnes en Upata data de 1912, ubicada en las esquinas de la calle Unión y Ayacucho actual Casa de los Muñecos y Títeres Jau Jau; cuya información aportada por Dr. Efraín Ynaudi Bolívar y además ilustrada en sus publicaciones personales,  nuestro galeno de origen mezclados de razas Italiana con Pemón al que sus amigos llamaron “El Gran Pemón” primer Perinatologo de Venezuela y creador de la Cátedra de Perinatología en el País, Universidad de Carabobo y fallecido a los 81 años de Edad en la ciudad de Valencia. De manera absoluta se declara “El Padre de la Perinatología de Venezuela” título conferido por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, aquel instrumento del estado venezolano creado en 1936 después de la experiencia de uno creado en los tiempos de la Revolución Restauradora, llamado El Ministerio de Agricultura y Salubridad Pública para atender las enfermedades endémicas de la época como La Malaria, Dengue, Filariosis, Mal de Chagas etc. ¡¡ Tiempos de crisis sanitaria!!
Crescencio Mendoza, era carpintero, nunca se supo sus orígenes; pero en fin, vivía en la ciudad, fabricaba urnas para el enterramiento de Excelsos personajes como también los ofrecía a los más humildes habitantes. La ciudad silenciosa en esa zona permitía que cuando este personaje hacía sonar los martillos sobre los maderos previamente elaborados y preparados para armar el cajón, producía un eco sonoro muy fuerte que erizaba los pelos de las pieles de la gente, al grado de angustia y temor porque representaba la infausta noticia del fallecimiento de “alguien”. El murmurar vecinal producía una corriente electromagnética hertziana que recorría las escasas seis o siete  calles del pueblo y así solían en principio transmitir la información de manera muy rápida de persona a persona; porque la radio en Upata llegó con el Sr. Acolito Peraza para el año de 1943 aproximadamente, que solía visitar la Plaza Bolívar en las tardes frescas para escuchar con los asiduos visitantes los pormenores de la segunda guerra mundial.
Ahora bien, Don Crescencio Mendoza entregaba sus productos de acuerdos a las especificaciones de los clientes para sus deudos. Ciertamente ya para cualquier época existían los rituales sacramentales tanto indígenas como por tradiciones cristianas y no de aquellas cuyos credos diferían de la condición religiosa de los pueblos; es decir, los ateos. Un registro eclesial de los difuntos establecía el primer asiento desde 1762 en aquellos tiempos y a partir de 1884 para esta zona del municipio Piar o Departamento Guzmán Blanco como así se llamaba, se crea el Registro Civil para los fallecidos.
El pueblo entraba en alarma y compungido por la muerte de un ser apreciado, conocido o querido por los moradores o habitantes del pueblo. Crescencio era muy apreciado y respetado por su trabajo; pero además, temido por su martillo que representaba la Espada de Damocles para cualquier humano que por alguna diferencia o conflicto tuviera con él, correría el riesgo de enterrarlo desnudo como vino al mundo y no en el cofre de ritual funerario.
Hoy, contando con el recurso de la informática, la radiodifusión radial y televisiva, redes sociales etc… tenemos y estamos enfrentando un serio problema de salud pública como este singular y muy particular enemigo viral llamado Covid-19(coronavirus), que ha acabado y sigue haciéndolo con las vidas humanas de los Upatenses, desconociéndose además del número de fallecidos y de afectados, nosotros aún en las calles deambulamos libremente expuestos al contagio sin importarnos las recomendaciones del caso.
El eco o el sordo ruido aterrador del martillo de Crescencio Mendoza hoy transformado en el ulular de la ambulancia, los carros o carrozas fúnebres presentándose en horas nocturnas en las puertas de los cementerios. El incumplimiento de los rituales de las exequias, el no realizar actos de velatorios o en el mejor de los casos no poder asistir a ver o visitar el familiar enfermo o de su enterramiento debe de alguna manera convocar a la reflexión y cuidarnos más. Seguro estoy que cumpliendo con las medidas de protección podemos frenar la cadena de contagio y debilitar la capacidad de replicación del virus.
No quiero que resuenen en los oídos de nuestros los martillazos de Crescencio Mendoza.
Atife Habib
Cronista de Upata atife43@gmail.com

Upata, 11/08/2020      

viernes, 7 de agosto de 2020

ADÁN BLANCO LEDEZMA PRIMER CRONISTA OFICIAL DEL ESTADO BOLÍVAR



El doctor Adán blanco Ledezma, quien fue el primer cronista oficial de Ciudad Bolívar, era hijo del General Diego Alberto Blanco, amigo del novelista colombiano José María Vargas Vila, del poeta Andrés Mata, fundador de el Universal de Caracas y del poeta Armando Barazarte. Los tres vivieron en Ciudad bolívar y  fundaron el periódico “Cabos Sueltos del Orinoco”.
Adán Blanco Ledezma murió el 6 de septiembre de 1962 en Caracas y sus restos fueron trasladados a Ciudad Bolívar, donde recibió homenajes del pueblo e instituciones a las cuales había servido.
Lo conocí en su propia casa el 25 de noviembre de 1961 cuando lo visité invitado por el entonces estudiante Mikey Gómez Bello y me regaló sus últimos dos libros con esta dedicatoria “Al joven periodista, Américo Fernández, con gran cariño del autor hacia su intelectual profesión”
En los salones del Liceo Peñalver, del cual fue Director, llegaron a funcionar provisionalmente los liceos Tomás de Heres y Adán Blanco Ledezma, en el cual estudié y me gradué de bachiller.
Además de director por varios años del Liceo Peñalver,  Blanco Ledezmafue profesor del Núcleo Bolívar de la Universidad de Oriente; fundador de la Sociedad Bolivariana, miembro de la Sociedad de Artesanos y Obreros; presidente de la Corte Suprema de Justicia; ministro de la Corte Superior; juez de la Instancia en lo Criminal; presidente de la Asamblea Legislativa, en dos ocasiones; fiscal del Ministerio Público; síndico Procurador; juez Nacional de Hacienda; secretario general de Gobierno; presidente del Concejo Municipal; senador al Congreso Nacional; presidente del Ateneo Guayanés; presidente de la Sociedad Bolivariana; representante del Colegio de Odontólogos al V Congreso de Medicina con sede en Caracas. Miembro de la Junta Conservadora y Protectora del Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación, en Ciudad Bolívar; Miembro Correspondiente a la Academia Nacional de la Historia;  Diplomado de Honor del Consejo de Profesores del Liceo Peñalver: Director del Colegio Federal de Boconó y Medalla de Instrucción Pública.
Dejó en preparación otras obras tales como Anales del Colegio de Guayana, cuya publicación es de grande importancia para narrar el desarrollo cultural de Guayana; también una comedia; la publica­ción de sus Discursos Académicos; Tesis de Filosofía y un tomo de Poesías.
El doctor Adán Blanco Ledezma, como Cronista de Ciudad Bolívar, escribió Horas de asueto (versos y cuentos), Hablillas, Tópicos y Semblanzas (dos tomos); Semblanzas Médicas, Crónicas de Ciudad Bolívar, Anales del Colegio de Guayana, Una Comedia, y varios trabajos científicos relacionados con su profesión de odontólogo. (AF)



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domingo, 2 de agosto de 2020

CELEBRANDO A GALLEGOS / Horacio Biord Castillo:



En los capítulos iniciales de Cantaclaro (1934), la segunda novela de Rómulo Gallegos sobre el Llano, se habla de una especie de movimiento milenarista, de un éxodo provocado por una terrible sequía. Es un momento de angustia y desasosiego para las poblaciones que bajan del piedemonte y de zonas altas hacia las planicies del bajo Llano buscando agua, vida, esperanza. De pronto comienza a llover y regresan la ilusión y la confianza, la marcha se detiene y las prédicas del cabecilla se debilitan. Probablemente durante su viaje a San Fernando de Apure en la Semana Santa de 1927, de donde le vendrían al autor la experiencia y los materiales para escribir Doña Bárbara (1929), Gallegos oiría hablar de una gran sequía que afectó a gran parte del país entre 1925 y 1926. Hoy sabemos que se trató del fenómeno conocido como meganiño y que constituyó una de las sequías más fuertes de la primera mitad del siglo XX. En la Venezuela agraria y campesina, que hoy miramos con nostalgia ante lo que pudiera constituir el inicio de un declive paulatino pero creciente y quizá inevitable de la economía petrolera, el agua y las lluvias eran un elemento determinante para el éxito de las cosechas y la cría de animales. Se trataba, por supuesto, de un problema agudo, pero de naturaleza distinta al que en la actualidad vivimos muchos venezolanos al tener un acceso limitado al servicio de agua potable. Ese ambiente de desesperanza por la larga e incomprensible sequía que Gallegos registró en la ficción de su novela ocurría en una Venezuela que, además, poco antes había vivido los efectos de la gripe española (1918) y de una terrible plaga de langostas (1912-1914). Por si fuera poco, tales trastornos coincidieron con un gobierno autoritario. Muchos de esos referentes históricos, incorporados o no a la ficción literaria, se asemejan a los de la hora actual, signada por la agónica presencia del nuevo coronavirus (covid 19) que ha puesto en vilo la vida cotidiana y la economía de la mayor parte del planeta en un momento muy complejo para la vida del Venezuela. Rómulo Gallegos nació en Caracas el 2 de agosto de 1884 y falleció en la misma ciudad a los 84 años, el 5 de abril de 1969. Le tocó conocer y vivir, aunque también sufrir, otra Venezuela, por la que sintió gran pasión. Como él mismo reconoció, sus obras literarias trataban de describir los problemas del país y de sugerir, desde sus posiciones personales y perspectivas e ideas coetáneas, posibles soluciones. La Venezuela de las novelas de Gallegos, más de noventa años después de publicadas las primeras, mucho han cambiado ciertamente, pero su relectura se convierte en un imperativo impostergable, pese a la crítica y los sentimientos antigalleguianos. Estos últimos están más relacionados e incluso causados por su militancia política y, más que por sus propias actuaciones, por las de sus correligionarios. La acción política casi nunca combina bien con la actividad intelectual y menos aún con la creación literaria. Sin embargo, las tres cosas, pero no como un sino inevitable, se han conjugado muchas veces en el pasado latinoamericano e inclusive en el presente. La construcción de repúblicas en el siglo XIX demandó de sus intelectuales esos perfiles multifacéticos. No obstante, cuán diferentes fueron los resultados cuando se lograba separar o equilibrar, al menos, esas tareas civilistas. Andrés Bello, en el caso de la producción intelectual, es un ejemplo importante. Desde luego, para entender mejor una trayectoria resulta muy difícil y arriesgado, aunque quizá no un ejercicio del todo inútil como generalmente se asume, imaginar qué hubiera podido pasar de haber sucedido o no tal o cual evento. Arriesguémonos. Las tres últimas décadas de Gallegos (1939-1969) se dividen en tres etapas también: (i) su actuación política (1936- 1948), (ii) el exilio y el dolor por la muerte de su amada esposa Teotiste Arocha Egui (1895-1950) y los intentos de novelar las realidades cubana y mexicana (1948-1958), y (iii) el regreso a Venezuela, los homenajes y su enfermedad (1958-1969), además de la reacción contra su obra. Cabría preguntarse, dejando a un lado por supuesto la infausta pérdida de su esposa y la depresión que ello le causó, qué potencial literario, desde su propia concepción de literatura de denuncia, hubiera podido desarrollar el gran novelista después de la muerte de Gómez y con el advenimiento de la nueva Venezuela. Ante esta última afirmación, obviamos la discusión de si Gómez ayudó o no a construir el país moderno o fue solo la obra de López Contreras y Medina Angarita, entre 1936 y 1945, y luego del llamado trienio adeco (1945-1948) tras el golpe de estado del 18 de octubre de 1945 y, posteriormente, de los gobiernos autoritarios que se sucedieron entre noviembre de 1948 y enero de 1958. Las únicas novelas de tema venezolano publicadas por Gallegos después de 1936 son Pobre Negro (1937) y Sobre la misma tierra (1943). El forastero (1942) había sido escrita antes, aunque la primera y la segunda versión de la novela difieren y pudieran considerarse como obras distintas. Así, pues, solo Sobre la misma tierra retrata la Venezuela postgomecista y petrolera. Los cambios sociales que de manera tan dinámica se sucedieron en la vida venezolana entre 1936 y 1958 hubieran sido, sin duda, una copiosa cantera para un novelista como Gallegos, interesado en identificar problemas, documentarlos y abordarlos mediante la ficción literaria. A ello se hubieran sumado las complejidades de la Segunda Guerra mundial, la postguerra y la Guerra Fría y su influencia en Venezuela y América Latina. Dejando la especulación y volviendo a la realidad, a lo sucedido, a la herencia recibida y no a la añorada de forma además totalmente anacrónica e improcedente, debemos considerar dos factores. El primero de ellos se refiere a la actuación política de Gallegos, demostración fehaciente de su sinceridad y compromiso con las causas que, desde la literatura primero, asumió como justas. El segundo es la formación literaria y la actitud creativa, llamémoslo así, de Gallegos. Su estilo, no necesariamente sus propósitos, no se avenía con las vanguardias y tal vez ello hubiera dificultado la elaboración de otras obras, como pasó con La brizna de paja en el viento, la novela de ambiente cubano, y Tierra bajo los pies o la brasa en el pico del cuervo (publicada de forma póstuma en 1973), inspirada en la experiencia mexicana, sin obviar el conocimiento menos profundo de las realidades cubana y mexicana que tenía el autor. En otras palabras, el gusto había cambiado; la experimentación y novedosas formas narrativas ofrecían diversas posibilidades narrativas y hermenéuticas. En este contexto, el viejo estilo podía interpretarse como impropio y anticuado, en especial en una época de tantas rebeldías y aceleradas transformaciones. Gallegos sigue siendo un autor fundamental que vale la pena leer por placer y deleite; un faro en la Venezuela convulsionada de ayer y de hoy; y un autor que alimentó de manera sustancial la construcción del imaginario social postgomecista o, si se quiere, de la Venezuela moderna (al menos de mediados del siglo XX, entre 1926 y 1976). Reconstruir ese imaginario para interpretarlo y, si fuera, el caso desmontarlo, así como las visiones subyacentes en la presentación de sus historias, de los personajes y sus actuaciones y las tesis transmitidas mediante el discurso narrativo constituirán, sin duda, no solo un homenaje a Gallegos, sino una contribución al nuevo proyecto de país que sin más dilación debemos construir. Rómulo Gallegos y sus contemporáneos ayudaron a elaborar y consolidar un proyecto político, ampliamente entendido, con fortalezas y debilidades como ocurre en todas las obras humanas. Mirarnos en el espejo de los aciertos y desaciertos de ese proyecto, en los aportes de sus creadores, en las contradicciones y errores, lejos de ser una actitud iconoclasta, o una nueva versión de la reacción antigalleguiana, sería un tributo al gran novelista, uno de los mejores tributos al escritor analista y al político sincero y convencido.

viernes, 12 de junio de 2020

Historia, estatuas e historiografía



Por  Horacio Biord Castillo: 
La muerte infligida en circunstancias un tanto confusas pero aparentemente con exceso de violencia a George Floyd, un ciudadano afronorteamericano, por un policía blanco en Mineápolis (EE.UU.) el día 25 de mayo de 2020 ha sido interpretada como un asesinato con móviles étnicos o racistas. Esta circunstancia ha desatado en muchos países y, especialmente en los Estados Unidos, una diversidad de protestas antirracistas y condenatorias de toda forma de discriminación y supremacismo. Las protestas continúan y, en estos días de pandemia y cuarentena por el covid 19, han empezado a generar un debate interesante, ojalá prometedor y finalmente fructífero sobre esas rémoras de toda civilización que se resumen en fenómenos de exclusión, ampliamente entendida. Esos sentimientos tan dañinos como injustos están relacionados con el etnocentrismo y el desprecio fundamentado en razones fenotípicas, étnicas, culturales, religiosas o lingüísticas e incluso diastráticas. Parte de ese debate, por lo reciente del motivo que lo ha ocasionado, está aún en una fase gobernada más por la rabia y la pasión que por la razón que les subyace. Las protestas hacen visible un fuerte rechazo al status quo, a lo establecido, a la historia oficial que sostienen situaciones estructurales de racismo, exclusión e injusticia. Lo intolerable de esas situaciones constituye, en definitiva, el motivo profundo de las protestas por la muerte del ciudadano Floyd, independientemente de sus antecedentes policiales y de los motivos que llevaron a la infausta detención y los desproporcionados métodos empleados que acabarían con su vida, verdadera ejecución extrajudicial. Sin pretender soslayar del tema central del racismo y la violencia policial no justificada, resulta interesante un aspecto relacionado con las manifestaciones de protesta. En la edición digital de El Nacional de Caracas del miércoles 10 de junio de 2020 (URL: https://www.elnacional.com/mundo/ee-uu/manifestantes-derribaron-estatua-de-cristobalcolon-en-ee-uu/) se recoge la noticia de la destrucción de una estatua de Cristóbal Colón, el almirante europeo que condujo la expedición tenida como la primera registrada en llegar a América el 12 de octubre de 1492, suceso ocurrido en el Parque Byrd de Richmond (Virginia) durante la noche del martes 09 de junio. Los manifestantes derribaron la estatua, la envolvieron en una bandera de los EE.UU., le prendieron fuego y la lanzaron a un lago. Resulta evidente que esas acciones buscan enfatizar un rechazo a las versiones de la historia oficial como lo sustenta un análisis del simbolismo de cada uno de esos actos: tumbar la estatua, envolverla con un símbolo federal de tanta trascendencia como la bandera, el poder destructor y a la vez renovador del fuego y el lanzamiento al lago, a lo profundo, a lo insondable, a lo irrecuperable, a la destrucción representada por el abismo. Colón, por su parte, es tenido como emblema del inicio de la conquista de América y de todos los abusos y desaguisados que los conquistadores cometieron en las llamadas Indias occidentales, no solo con los indígenas americanos sino también con los africanos esclavizados. En el caso del imperio español, gran parte de los abusos contra los indios se hicieron en abierta contradicción con principios fundamentales de la doctrina de conquista y colonización impulsada por la España del siglo XVI y desobedeciendo leyes y normas establecidas como lo recoge aquella expresión de “se acata, pero no se cumple”. La noticia citada sobre la destrucción de la estatua de Colón señala que “Parte de la acción civil se ha centrado en monumentos que glorifican el pasado imperialista de los países, considerados ofensivos por muchas personas en las actuales sociedades multiétnicas. Los manifestantes han derribado estatuas ligadas al imperio y al comercio de esclavos”. El texto de la noticia prosigue con las siguientes palabras: “Con sus viajes por el Atlántico a finales del siglo XV, Colón abrió el camino para la colonización europea de América. El navegante genovés tocó por vez primera tierra americana en nombre de la Corona española el 12 de octubre de 1492, fecha celebrada como festivo federal en Estados Unidos”. Hemos de recordar la polémica que se desató el torno al medio milenio de la proeza del primer viaje trasatlántico documentado. ¿Se descubrió un “Nuevo” pero muy antiguo Mundo? ¿Fue solo un encuentro de culturas? ¿No significó tal “encuentro” la muerte no contabilizada pero estimada en probablemente varios centenares de miles de personas y la destrucción de centenares de sociedades y culturas y de al menos tres civilizaciones (Mesoamérica, los Andes, las Tierras Bajas), así como la desaparición de muchos idiomas? La celebración del 12 de octubre, sea como “Descubrimiento de América”; “Día de la Raza” (pero ¿de cuál?) o “Día de la Hispanidad”, ha sido cuestionada. En Venezuela, con el chavismo en el poder, se ha instituido como “Día de la Resistencia Indígena”, lo cual también genera suspicacias y preguntas no por celebrar la resistencia de pueblos que han debido y sabido resistir de manera portentosa sino por la fecha escogida para una dedicación tan digna y merecida como esa. En todo caso, se trata de una especie de contradiscurso. Las estatuas y monumentos, así como las pinturas y otras manifestaciones de las artes, incluida la arquitectura, pueden interpretarse como un relato historiográfico que reafirma las versiones de la historia oficial. No resulta extraño que una reacción a dichas narrativas suponga la destrucción de objetos, en un muy amplio sentido, que desde un punto de vista pueden catalogarse como “obras de arte”, pero desde otros también como “celebraciones”, “conmemoraciones”, “alabanzas” de ciertos procesos y actores frente a otros: el triunfo de los vencedores y la derrota de los vencidos. Una lectura de las obras de arte celebratorias como género historiográfico la podemos hacer con monumentos conmemorativos muy cercanos a la conciencia histórica y la historia oficial venezolanas. Uno de ellos es el monumento del Campo de Carabobo (en el estado homónimo, cerca de la ciudad de Valencia) que celebra el triunfo patriota en la batalla del 24 de junio de 1821 que consolidó la independencia de Venezuela. Otro es el Panteón Nacional, donde están enterrados los héroes de la patria. Ahora bien, en este caso, los criterios de catalogación de “héroes” y “heroínas” pudieran variar de acuerdo a las ideas, principios y orientación ideológica de distintos regímenes. Un ejemplo de ello sería la demora del homenaje a Guaicaipuro, aprobado por el Congreso de la República en 1992 pero que encontró fuerte resistencia en los gobiernos y no se hizo efectivo sino en diciembre de 2001 ya en el gobierno de Chávez. Más recientemente, en España, el caso del retiro de los restos del general Francisco Franco de la iglesia de la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, tras más de cuatro décadas, ilustra no solo el uso de las artes como relato historiográfico sino el cambio en la valoración de los personajes históricos y el peso del Estado y los gobiernos para imponer sus criterios al respecto. La destrucción de estatuas, monumentos o inscripciones conmemorativas no es algo nuevo. Ya ha quedado documentada en el Antiguo Egipto, en Mesoamérica, en los Andes centrales, en el imperio romano, en los movimientos iconoclastas y en el gran teocidio que fue la conquista de América con la terrible destrucción de templos, códices y objetos sagrados y así en muchas civilizaciones y culturas. Pocos años atrás, tras la caída del comunismo en la Europa del Este, se derribaron estatuas y monumentos conmemorativos. La rabia acumulada de la gente ante los abusos de los regímenes del llamado socialismo real fue incontenible. Cayeron, entre otras, estatuas de Lenin y de Stalin. Por vía contraria, el zar Nicolás II, su esposa, el zarévich y sus hermanas fueron proclamados mártires y santos por la Iglesia Ortodoxa Rusa. En Venezuela tenemos el caso de las estatuas de Guzmán Blanco que fueron destruidas e incluso, más recientemente, también alguna de Chávez. La popularidad de los mandatarios y la aceptación de sus abusos y delirios de grandeza son cambiantes, como las nubes del cielo. También el 12 de octubre de 2004 grupos afectos al chavismo derribó la estatua titulada “Colón en el Golfo Triste” de Rafael de la Cova, de gran valor artístico e histórico y que formaba parte de un monumento ubicado en el Paseo Colón, cercano a la Plaza Venezuela. En su estructura, ya sin la estatua de Colón, ahora se exhiben solo estatuas de indígenas. En tanto que movimientos espontáneos y no manipulados por intereses externos como a veces sucede, derribar estatuas y destruir monumentos conmemorativos pueden interpretarse como formas aunque violentas de reescribir la historia, peticiones desesperadas de justicia, maneras extremas de exigir reivindicaciones, modos de alzar la voz por parte de grupos minoritarios, minorizados, oprimidos o subalternos. Ojalá podamos aprender la lección que no puede ser otra que construir sociedades más justas y solidarias, producir narrativas más plurales, generar inclusión e igualdad en vez de racismo, discriminación, supremacismo, nacionalismos violentos y excluyentes, xenofobia y etnocentrismo. Horacio Biord Castillo Escritor, investigador y profesor universitario

domingo, 6 de enero de 2019

LA ÚLTIMA CHALANA / Horacio biord Castillo



Tenía, sobre todo, un aire de forastero. El rostro enrojecido delataba que había estado expuesto largo tiempo al sol. Sus maneras modosas y un tanto anticuadas mostraban que no era un viajero más, como tantos otros de modales y actitudes adocenadas, cuando no vulgares. Algo así, o eso creí entender, me había referido el chalanero, nostálgico aún de su dilatado oficio. El hombre, continuó rememorando el día de nuestro fugaz encuentro, llegó poco antes de la inauguración del puente. Casi se podía afirmar que fue uno de los últimos, tal vez realmente el último, en utilizar la chalana parta atravesar el río, a cuyas orillas, en el mero paso, había sendas rancherías y pequeños tenderetes que servían a los viajeros. De noche, en ambos lados, a la titilante luz de lámparas de querosén, algunos jugaban dominó o barajas y hasta ruidosas partidas de dados que a veces concluían con violentas trifulcas e insultos, mientras otros, y en especial las mujeres, conversaban sobre los sucesos de la jornada y las caras de los viajeros, los bártulos que transportaban y las noticias que habían dejado, los mineros que iban o volvían de las minas con sus secretos bien guardados, temblorosos en cualquier momento a causa del paludismo. En aquellos tiempos, más pausados y tranquilos, la carretera misma era un tema fundamental de las conversaciones, su eje central, alfa y omega de toda plática. Se hablaba del estado de la vía, de los baches más significativos que convenía por sobre todas las cosas evitar, de los derrumbes y erosiones del talud, de algún accidente que hubiera conmovido a los conductores ya acostumbrados a escuchar historias de autos destruidos, de vehículos de carga averiados durante interminables días a la espera de alguna pieza dañada o de un mecánico especializado en medio de la sabana o en bosques de galería contiguos a los ríos, pero nunca de salteadores o de asesinos prófugos, como ahora.
Sin duda, el puente, o la red de puentes sobre aquellos ríos majestuosos, que bajaban las aguas de míticas cabeceras solo conocidas con precisión por los indios, había significado un cambio radical para los pobladores de esas comarcas, tan olvidadas no tanto de la mano de Dios como de los gobiernos y la mirada curiosa de los extraños. La carretera, como inadvertida sentencia de una jueza inclemente, se habría de llevar los apacibles modos de vida de los nativos y desperdigaría al viento como fragmentos rotos para siempre tantas historias, magníficos relatos sobre el origen de los cerros de piedra y sus laberintos, bestias y combates épicos entre hombres virtuosos y serpientes descomunales que poseían mansiones en las profundidades cenagosas de los ríos, ubicadas más arriba de raudales evocados en relatos de aventura pero, en verdad, poco visitados por los recolectores de sarrapia y plumas de garza, por cazadores y mineros, por los escasos comerciantes que se aventuraban hacia las aldeas indias del nuboso horizonte. Otros días estaban por venir, otras épocas por llegar y otros relatos por nacer. La mirada de los más ancianos, indios o racionales, como se calificaban a sí mismos ignorantes quizá de la carga despectiva del término los campesinos, muchos descendientes también de indios, se perdía entre vericuetos de la memoria, de un pasado muy remoto.
El viejo chalanero me contó un sinfín de cosas de aquellos costos tan apartados “de las ciudades y la civilización”, como me refería una y otra vez. Yo lo oía con delectación, seguro de que escuchaba los últimos testimonios de unos territorios que custodiaban los referentes de historias muy sagradas condenadas empero a sucumbir bajo el ocre polvo que dejaban a su paso los vehículos atestados de gentes y enseres y más tarde en la incomprensible transitoriedad de la prisa, en el dejo de apuro de quienes buscan con afán efímeras riquezas.
Los recodos de aquel paisaje sorprendente se llenaban de huellas y otras luces menos tenues que la proyectada por los parpadeantes bombillos que proclamaban ya el progreso y sus enguantadas pezuñas. Iba apurado el hombre, aunque parecía querer detenerse a contemplar los filos caprichosos de las lajas, los caminos del rocío y las torrenteras que las horadaban sin cesar en las lluvias del invierno. Su mirada se fijaba, me dijo, eso supongo, en la rugosidad de las hojas de los chaparros, en sus venas, y en los ojos de agua ocultos al pie de los cerros, en los rastros inadvertidos de los felinos y los olores de sus almizcles, en los destellos de las piedras preciosas enterradas bajo los terrones del suelo. Aspiraba con satisfacción el aroma del fuego hecho con maderas perfumadas y la fragancia del polen de las más delicadas flores. Creí haberle escuchado que buscaba con ahínco una piedra que reflejara una gran estrella y la conservara en el nocturno corazón de sus vetas. Lo decía, me precisó, con la convicción del que sabe lo que dice, de quien tiene la certeza de que alguien, uno solo al menos, entre sus contertulios puede comprenderlo. Tal vez llevara el mapa de alguna mina, había pensado el chalanero, según me precisó, en aquellos parajes de tantas bullas y riquezas aluviales. Debía buscar un diamante insólito, quizá un cuarzo luminoso que encerrara en sus entrañas la luz toda de los luceros del firmamento, la luz del mundo. Mi informante, sin embargo, no recordaba que el hombre llevase en su equipaje palas ni picos, surucas o mangueras, sino solo una especie de abrigo de arabescos dorados y un pañolón retorcido sobre la cabeza a guisa de sombrero, excesivamente limpio y refulgente, para venir de tan lejos, y una pequeña caja de madera labrada en la que, como unos indios antiguos la noche en una cesta hasta que se les escapó cuando alguien inadvertido o curioso levantó la tapa, guardaba una sustancia olorosa como resina de orquídeas. Era un tipo extraño, más allí donde solo se ven hombres rudos con sed de ganancias o domadores de caballos, truhanes y vendedores de baratijas y, de tanto en tanto, curas extraviados que van a bautizar, a casar, a orar por los difuntos que ya hace mucho tiempo se murieron, pero personas así, como él, muy pocos, al menos antes de que existieran los puentes que acabaron con el viejo oficio de los balseros que “como yo nacimos y crecimos oyendo el canto de las toninas al brincar para besar los destellos del sol de la tarde sobre las aguas oscuras del río”, se lamentaba aquel chalanero de ojos un tanto borrosos. “Para mí, me repitió, fue el último hombre en cruzar el Cuchivero en chalana, pero no en un carro cubierto de barro y blancas o amarillas mariposas estrelladas contra los vidrios, sino en un raro y giboso animal, como los dantos, que dijo llamarse gromedario o algo así. Iba a beberse los miados de un Niño que acababa de nacer, me pareció escucharle”.

                                                               Horacio Biord Castillo