Tenía, sobre todo, un aire de forastero. El rostro enrojecido
delataba que había estado expuesto largo tiempo al sol. Sus maneras modosas y
un tanto anticuadas mostraban que no era un viajero más, como tantos otros de
modales y actitudes adocenadas, cuando no vulgares. Algo así, o eso creí
entender, me había referido el chalanero, nostálgico aún de su dilatado oficio.
El hombre, continuó rememorando el día de nuestro fugaz encuentro, llegó poco
antes de la inauguración del puente. Casi se podía afirmar que fue uno de los
últimos, tal vez realmente el último, en utilizar la chalana parta atravesar el
río, a cuyas orillas, en el mero paso, había sendas rancherías y pequeños
tenderetes que servían a los viajeros. De noche, en ambos lados, a la titilante
luz de lámparas de querosén, algunos jugaban dominó o barajas y hasta ruidosas
partidas de dados que a veces concluían con violentas trifulcas e insultos,
mientras otros, y en especial las mujeres, conversaban sobre los sucesos de la
jornada y las caras de los viajeros, los bártulos que transportaban y las
noticias que habían dejado, los mineros que iban o volvían de las minas con sus
secretos bien guardados, temblorosos en cualquier momento a causa del
paludismo. En aquellos tiempos, más pausados y tranquilos, la carretera misma
era un tema fundamental de las conversaciones, su eje central, alfa y omega de
toda plática. Se hablaba del estado de la vía, de los baches más significativos
que convenía por sobre todas las cosas evitar, de los derrumbes y erosiones del
talud, de algún accidente que hubiera conmovido a los conductores ya
acostumbrados a escuchar historias de autos destruidos, de vehículos de carga
averiados durante interminables días a la espera de alguna pieza dañada o de un
mecánico especializado en medio de la sabana o en bosques de galería contiguos
a los ríos, pero nunca de salteadores o de asesinos prófugos, como ahora.
Sin duda, el puente, o la red de puentes sobre aquellos ríos
majestuosos, que bajaban las aguas de míticas cabeceras solo conocidas con
precisión por los indios, había significado un cambio radical para los
pobladores de esas comarcas, tan olvidadas no tanto de la mano de Dios como de
los gobiernos y la mirada curiosa de los extraños. La carretera, como
inadvertida sentencia de una jueza inclemente, se habría de llevar los
apacibles modos de vida de los nativos y desperdigaría al viento como
fragmentos rotos para siempre tantas historias, magníficos relatos sobre el
origen de los cerros de piedra y sus laberintos, bestias y combates épicos
entre hombres virtuosos y serpientes descomunales que poseían mansiones en las
profundidades cenagosas de los ríos, ubicadas más arriba de raudales evocados
en relatos de aventura pero, en verdad, poco visitados por los recolectores de
sarrapia y plumas de garza, por cazadores y mineros, por los escasos
comerciantes que se aventuraban hacia las aldeas indias del nuboso horizonte.
Otros días estaban por venir, otras épocas por llegar y otros relatos por
nacer. La mirada de los más ancianos, indios o racionales, como se calificaban a sí mismos ignorantes
quizá de la carga despectiva del término los campesinos, muchos descendientes
también de indios, se perdía entre vericuetos de la memoria, de un pasado muy
remoto.
El viejo chalanero me contó un sinfín de cosas de aquellos costos
tan apartados “de las ciudades y la civilización”, como me refería una y otra
vez. Yo lo oía con delectación, seguro de que escuchaba los últimos testimonios
de unos territorios que custodiaban los referentes de historias muy sagradas
condenadas empero a sucumbir bajo el ocre polvo que dejaban a su paso los
vehículos atestados de gentes y enseres y más tarde en la incomprensible
transitoriedad de la prisa, en el dejo de apuro de quienes buscan con afán
efímeras riquezas.
Los recodos de aquel paisaje sorprendente se llenaban de huellas y
otras luces menos tenues que la proyectada por los parpadeantes bombillos que
proclamaban ya el progreso y sus enguantadas pezuñas. Iba apurado el hombre,
aunque parecía querer detenerse a contemplar los filos caprichosos de las
lajas, los caminos del rocío y las torrenteras que las horadaban sin cesar en
las lluvias del invierno. Su mirada se fijaba, me dijo, eso supongo, en la
rugosidad de las hojas de los chaparros, en sus venas, y en los ojos de agua
ocultos al pie de los cerros, en los rastros inadvertidos de los felinos y los
olores de sus almizcles, en los destellos de las piedras preciosas enterradas
bajo los terrones del suelo. Aspiraba con satisfacción el aroma del fuego hecho
con maderas perfumadas y la fragancia del polen de las más delicadas flores.
Creí haberle escuchado que buscaba con ahínco una piedra que reflejara una gran
estrella y la conservara en el nocturno corazón de sus vetas. Lo decía, me
precisó, con la convicción del que sabe lo que dice, de quien tiene la certeza
de que alguien, uno solo al menos, entre sus contertulios puede comprenderlo.
Tal vez llevara el mapa de alguna mina, había pensado el chalanero, según me
precisó, en aquellos parajes de tantas bullas y riquezas aluviales. Debía
buscar un diamante insólito, quizá un cuarzo luminoso que encerrara en sus
entrañas la luz toda de los luceros del firmamento, la luz del mundo. Mi
informante, sin embargo, no recordaba que el hombre llevase en su equipaje
palas ni picos, surucas o mangueras, sino solo una especie de abrigo de
arabescos dorados y un pañolón retorcido sobre la cabeza a guisa de sombrero,
excesivamente limpio y refulgente, para venir de tan lejos, y una pequeña caja
de madera labrada en la que, como unos indios antiguos la noche en una cesta
hasta que se les escapó cuando alguien inadvertido o curioso levantó la tapa,
guardaba una sustancia olorosa como resina de orquídeas. Era un tipo extraño,
más allí donde solo se ven hombres rudos con sed de ganancias o domadores de
caballos, truhanes y vendedores de baratijas y, de tanto en tanto, curas
extraviados que van a bautizar, a casar, a orar por los difuntos que ya hace
mucho tiempo se murieron, pero personas así, como él, muy pocos, al menos antes
de que existieran los puentes que acabaron con el viejo oficio de los balseros
que “como yo nacimos y crecimos oyendo el canto de las toninas al brincar para
besar los destellos del sol de la tarde sobre las aguas oscuras del río”, se
lamentaba aquel chalanero de ojos un tanto borrosos. “Para mí, me repitió, fue
el último hombre en cruzar el Cuchivero en chalana, pero no en un carro
cubierto de barro y blancas o amarillas mariposas estrelladas contra los
vidrios, sino en un raro y giboso animal, como los dantos, que dijo llamarse
gromedario o algo así. Iba a beberse los miados de un Niño que acababa de
nacer, me pareció escucharle”.
Horacio Biord Castillo