domingo, 6 de enero de 2019

LA ÚLTIMA CHALANA / Horacio biord Castillo



Tenía, sobre todo, un aire de forastero. El rostro enrojecido delataba que había estado expuesto largo tiempo al sol. Sus maneras modosas y un tanto anticuadas mostraban que no era un viajero más, como tantos otros de modales y actitudes adocenadas, cuando no vulgares. Algo así, o eso creí entender, me había referido el chalanero, nostálgico aún de su dilatado oficio. El hombre, continuó rememorando el día de nuestro fugaz encuentro, llegó poco antes de la inauguración del puente. Casi se podía afirmar que fue uno de los últimos, tal vez realmente el último, en utilizar la chalana parta atravesar el río, a cuyas orillas, en el mero paso, había sendas rancherías y pequeños tenderetes que servían a los viajeros. De noche, en ambos lados, a la titilante luz de lámparas de querosén, algunos jugaban dominó o barajas y hasta ruidosas partidas de dados que a veces concluían con violentas trifulcas e insultos, mientras otros, y en especial las mujeres, conversaban sobre los sucesos de la jornada y las caras de los viajeros, los bártulos que transportaban y las noticias que habían dejado, los mineros que iban o volvían de las minas con sus secretos bien guardados, temblorosos en cualquier momento a causa del paludismo. En aquellos tiempos, más pausados y tranquilos, la carretera misma era un tema fundamental de las conversaciones, su eje central, alfa y omega de toda plática. Se hablaba del estado de la vía, de los baches más significativos que convenía por sobre todas las cosas evitar, de los derrumbes y erosiones del talud, de algún accidente que hubiera conmovido a los conductores ya acostumbrados a escuchar historias de autos destruidos, de vehículos de carga averiados durante interminables días a la espera de alguna pieza dañada o de un mecánico especializado en medio de la sabana o en bosques de galería contiguos a los ríos, pero nunca de salteadores o de asesinos prófugos, como ahora.
Sin duda, el puente, o la red de puentes sobre aquellos ríos majestuosos, que bajaban las aguas de míticas cabeceras solo conocidas con precisión por los indios, había significado un cambio radical para los pobladores de esas comarcas, tan olvidadas no tanto de la mano de Dios como de los gobiernos y la mirada curiosa de los extraños. La carretera, como inadvertida sentencia de una jueza inclemente, se habría de llevar los apacibles modos de vida de los nativos y desperdigaría al viento como fragmentos rotos para siempre tantas historias, magníficos relatos sobre el origen de los cerros de piedra y sus laberintos, bestias y combates épicos entre hombres virtuosos y serpientes descomunales que poseían mansiones en las profundidades cenagosas de los ríos, ubicadas más arriba de raudales evocados en relatos de aventura pero, en verdad, poco visitados por los recolectores de sarrapia y plumas de garza, por cazadores y mineros, por los escasos comerciantes que se aventuraban hacia las aldeas indias del nuboso horizonte. Otros días estaban por venir, otras épocas por llegar y otros relatos por nacer. La mirada de los más ancianos, indios o racionales, como se calificaban a sí mismos ignorantes quizá de la carga despectiva del término los campesinos, muchos descendientes también de indios, se perdía entre vericuetos de la memoria, de un pasado muy remoto.
El viejo chalanero me contó un sinfín de cosas de aquellos costos tan apartados “de las ciudades y la civilización”, como me refería una y otra vez. Yo lo oía con delectación, seguro de que escuchaba los últimos testimonios de unos territorios que custodiaban los referentes de historias muy sagradas condenadas empero a sucumbir bajo el ocre polvo que dejaban a su paso los vehículos atestados de gentes y enseres y más tarde en la incomprensible transitoriedad de la prisa, en el dejo de apuro de quienes buscan con afán efímeras riquezas.
Los recodos de aquel paisaje sorprendente se llenaban de huellas y otras luces menos tenues que la proyectada por los parpadeantes bombillos que proclamaban ya el progreso y sus enguantadas pezuñas. Iba apurado el hombre, aunque parecía querer detenerse a contemplar los filos caprichosos de las lajas, los caminos del rocío y las torrenteras que las horadaban sin cesar en las lluvias del invierno. Su mirada se fijaba, me dijo, eso supongo, en la rugosidad de las hojas de los chaparros, en sus venas, y en los ojos de agua ocultos al pie de los cerros, en los rastros inadvertidos de los felinos y los olores de sus almizcles, en los destellos de las piedras preciosas enterradas bajo los terrones del suelo. Aspiraba con satisfacción el aroma del fuego hecho con maderas perfumadas y la fragancia del polen de las más delicadas flores. Creí haberle escuchado que buscaba con ahínco una piedra que reflejara una gran estrella y la conservara en el nocturno corazón de sus vetas. Lo decía, me precisó, con la convicción del que sabe lo que dice, de quien tiene la certeza de que alguien, uno solo al menos, entre sus contertulios puede comprenderlo. Tal vez llevara el mapa de alguna mina, había pensado el chalanero, según me precisó, en aquellos parajes de tantas bullas y riquezas aluviales. Debía buscar un diamante insólito, quizá un cuarzo luminoso que encerrara en sus entrañas la luz toda de los luceros del firmamento, la luz del mundo. Mi informante, sin embargo, no recordaba que el hombre llevase en su equipaje palas ni picos, surucas o mangueras, sino solo una especie de abrigo de arabescos dorados y un pañolón retorcido sobre la cabeza a guisa de sombrero, excesivamente limpio y refulgente, para venir de tan lejos, y una pequeña caja de madera labrada en la que, como unos indios antiguos la noche en una cesta hasta que se les escapó cuando alguien inadvertido o curioso levantó la tapa, guardaba una sustancia olorosa como resina de orquídeas. Era un tipo extraño, más allí donde solo se ven hombres rudos con sed de ganancias o domadores de caballos, truhanes y vendedores de baratijas y, de tanto en tanto, curas extraviados que van a bautizar, a casar, a orar por los difuntos que ya hace mucho tiempo se murieron, pero personas así, como él, muy pocos, al menos antes de que existieran los puentes que acabaron con el viejo oficio de los balseros que “como yo nacimos y crecimos oyendo el canto de las toninas al brincar para besar los destellos del sol de la tarde sobre las aguas oscuras del río”, se lamentaba aquel chalanero de ojos un tanto borrosos. “Para mí, me repitió, fue el último hombre en cruzar el Cuchivero en chalana, pero no en un carro cubierto de barro y blancas o amarillas mariposas estrelladas contra los vidrios, sino en un raro y giboso animal, como los dantos, que dijo llamarse gromedario o algo así. Iba a beberse los miados de un Niño que acababa de nacer, me pareció escucharle”.

                                                               Horacio Biord Castillo