martes, 11 de agosto de 2020

LOS MARTILLAZOS DE CRESCENCIO MENDOZA:



La Capilla de San José, construida en Upata hacia el año 1903, ubicada en el centro de la ciudad y en una relación actual con el mercado municipal; constituía en la época  un vasto y extenso terreno desocupado, con pocas viviendas del tipo Construcción colonial miserable, así definida por los eruditos de la arquitectura. Por supuesto la primera experiencia de crear y establecer un lugar de expendio de víveres y carnes en Upata data de 1912, ubicada en las esquinas de la calle Unión y Ayacucho actual Casa de los Muñecos y Títeres Jau Jau; cuya información aportada por Dr. Efraín Ynaudi Bolívar y además ilustrada en sus publicaciones personales,  nuestro galeno de origen mezclados de razas Italiana con Pemón al que sus amigos llamaron “El Gran Pemón” primer Perinatologo de Venezuela y creador de la Cátedra de Perinatología en el País, Universidad de Carabobo y fallecido a los 81 años de Edad en la ciudad de Valencia. De manera absoluta se declara “El Padre de la Perinatología de Venezuela” título conferido por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, aquel instrumento del estado venezolano creado en 1936 después de la experiencia de uno creado en los tiempos de la Revolución Restauradora, llamado El Ministerio de Agricultura y Salubridad Pública para atender las enfermedades endémicas de la época como La Malaria, Dengue, Filariosis, Mal de Chagas etc. ¡¡ Tiempos de crisis sanitaria!!
Crescencio Mendoza, era carpintero, nunca se supo sus orígenes; pero en fin, vivía en la ciudad, fabricaba urnas para el enterramiento de Excelsos personajes como también los ofrecía a los más humildes habitantes. La ciudad silenciosa en esa zona permitía que cuando este personaje hacía sonar los martillos sobre los maderos previamente elaborados y preparados para armar el cajón, producía un eco sonoro muy fuerte que erizaba los pelos de las pieles de la gente, al grado de angustia y temor porque representaba la infausta noticia del fallecimiento de “alguien”. El murmurar vecinal producía una corriente electromagnética hertziana que recorría las escasas seis o siete  calles del pueblo y así solían en principio transmitir la información de manera muy rápida de persona a persona; porque la radio en Upata llegó con el Sr. Acolito Peraza para el año de 1943 aproximadamente, que solía visitar la Plaza Bolívar en las tardes frescas para escuchar con los asiduos visitantes los pormenores de la segunda guerra mundial.
Ahora bien, Don Crescencio Mendoza entregaba sus productos de acuerdos a las especificaciones de los clientes para sus deudos. Ciertamente ya para cualquier época existían los rituales sacramentales tanto indígenas como por tradiciones cristianas y no de aquellas cuyos credos diferían de la condición religiosa de los pueblos; es decir, los ateos. Un registro eclesial de los difuntos establecía el primer asiento desde 1762 en aquellos tiempos y a partir de 1884 para esta zona del municipio Piar o Departamento Guzmán Blanco como así se llamaba, se crea el Registro Civil para los fallecidos.
El pueblo entraba en alarma y compungido por la muerte de un ser apreciado, conocido o querido por los moradores o habitantes del pueblo. Crescencio era muy apreciado y respetado por su trabajo; pero además, temido por su martillo que representaba la Espada de Damocles para cualquier humano que por alguna diferencia o conflicto tuviera con él, correría el riesgo de enterrarlo desnudo como vino al mundo y no en el cofre de ritual funerario.
Hoy, contando con el recurso de la informática, la radiodifusión radial y televisiva, redes sociales etc… tenemos y estamos enfrentando un serio problema de salud pública como este singular y muy particular enemigo viral llamado Covid-19(coronavirus), que ha acabado y sigue haciéndolo con las vidas humanas de los Upatenses, desconociéndose además del número de fallecidos y de afectados, nosotros aún en las calles deambulamos libremente expuestos al contagio sin importarnos las recomendaciones del caso.
El eco o el sordo ruido aterrador del martillo de Crescencio Mendoza hoy transformado en el ulular de la ambulancia, los carros o carrozas fúnebres presentándose en horas nocturnas en las puertas de los cementerios. El incumplimiento de los rituales de las exequias, el no realizar actos de velatorios o en el mejor de los casos no poder asistir a ver o visitar el familiar enfermo o de su enterramiento debe de alguna manera convocar a la reflexión y cuidarnos más. Seguro estoy que cumpliendo con las medidas de protección podemos frenar la cadena de contagio y debilitar la capacidad de replicación del virus.
No quiero que resuenen en los oídos de nuestros los martillazos de Crescencio Mendoza.
Atife Habib
Cronista de Upata atife43@gmail.com

Upata, 11/08/2020      

viernes, 7 de agosto de 2020

ADÁN BLANCO LEDEZMA PRIMER CRONISTA OFICIAL DEL ESTADO BOLÍVAR



El doctor Adán blanco Ledezma, quien fue el primer cronista oficial de Ciudad Bolívar, era hijo del General Diego Alberto Blanco, amigo del novelista colombiano José María Vargas Vila, del poeta Andrés Mata, fundador de el Universal de Caracas y del poeta Armando Barazarte. Los tres vivieron en Ciudad bolívar y  fundaron el periódico “Cabos Sueltos del Orinoco”.
Adán Blanco Ledezma murió el 6 de septiembre de 1962 en Caracas y sus restos fueron trasladados a Ciudad Bolívar, donde recibió homenajes del pueblo e instituciones a las cuales había servido.
Lo conocí en su propia casa el 25 de noviembre de 1961 cuando lo visité invitado por el entonces estudiante Mikey Gómez Bello y me regaló sus últimos dos libros con esta dedicatoria “Al joven periodista, Américo Fernández, con gran cariño del autor hacia su intelectual profesión”
En los salones del Liceo Peñalver, del cual fue Director, llegaron a funcionar provisionalmente los liceos Tomás de Heres y Adán Blanco Ledezma, en el cual estudié y me gradué de bachiller.
Además de director por varios años del Liceo Peñalver,  Blanco Ledezmafue profesor del Núcleo Bolívar de la Universidad de Oriente; fundador de la Sociedad Bolivariana, miembro de la Sociedad de Artesanos y Obreros; presidente de la Corte Suprema de Justicia; ministro de la Corte Superior; juez de la Instancia en lo Criminal; presidente de la Asamblea Legislativa, en dos ocasiones; fiscal del Ministerio Público; síndico Procurador; juez Nacional de Hacienda; secretario general de Gobierno; presidente del Concejo Municipal; senador al Congreso Nacional; presidente del Ateneo Guayanés; presidente de la Sociedad Bolivariana; representante del Colegio de Odontólogos al V Congreso de Medicina con sede en Caracas. Miembro de la Junta Conservadora y Protectora del Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación, en Ciudad Bolívar; Miembro Correspondiente a la Academia Nacional de la Historia;  Diplomado de Honor del Consejo de Profesores del Liceo Peñalver: Director del Colegio Federal de Boconó y Medalla de Instrucción Pública.
Dejó en preparación otras obras tales como Anales del Colegio de Guayana, cuya publicación es de grande importancia para narrar el desarrollo cultural de Guayana; también una comedia; la publica­ción de sus Discursos Académicos; Tesis de Filosofía y un tomo de Poesías.
El doctor Adán Blanco Ledezma, como Cronista de Ciudad Bolívar, escribió Horas de asueto (versos y cuentos), Hablillas, Tópicos y Semblanzas (dos tomos); Semblanzas Médicas, Crónicas de Ciudad Bolívar, Anales del Colegio de Guayana, Una Comedia, y varios trabajos científicos relacionados con su profesión de odontólogo. (AF)



.

domingo, 2 de agosto de 2020

CELEBRANDO A GALLEGOS / Horacio Biord Castillo:



En los capítulos iniciales de Cantaclaro (1934), la segunda novela de Rómulo Gallegos sobre el Llano, se habla de una especie de movimiento milenarista, de un éxodo provocado por una terrible sequía. Es un momento de angustia y desasosiego para las poblaciones que bajan del piedemonte y de zonas altas hacia las planicies del bajo Llano buscando agua, vida, esperanza. De pronto comienza a llover y regresan la ilusión y la confianza, la marcha se detiene y las prédicas del cabecilla se debilitan. Probablemente durante su viaje a San Fernando de Apure en la Semana Santa de 1927, de donde le vendrían al autor la experiencia y los materiales para escribir Doña Bárbara (1929), Gallegos oiría hablar de una gran sequía que afectó a gran parte del país entre 1925 y 1926. Hoy sabemos que se trató del fenómeno conocido como meganiño y que constituyó una de las sequías más fuertes de la primera mitad del siglo XX. En la Venezuela agraria y campesina, que hoy miramos con nostalgia ante lo que pudiera constituir el inicio de un declive paulatino pero creciente y quizá inevitable de la economía petrolera, el agua y las lluvias eran un elemento determinante para el éxito de las cosechas y la cría de animales. Se trataba, por supuesto, de un problema agudo, pero de naturaleza distinta al que en la actualidad vivimos muchos venezolanos al tener un acceso limitado al servicio de agua potable. Ese ambiente de desesperanza por la larga e incomprensible sequía que Gallegos registró en la ficción de su novela ocurría en una Venezuela que, además, poco antes había vivido los efectos de la gripe española (1918) y de una terrible plaga de langostas (1912-1914). Por si fuera poco, tales trastornos coincidieron con un gobierno autoritario. Muchos de esos referentes históricos, incorporados o no a la ficción literaria, se asemejan a los de la hora actual, signada por la agónica presencia del nuevo coronavirus (covid 19) que ha puesto en vilo la vida cotidiana y la economía de la mayor parte del planeta en un momento muy complejo para la vida del Venezuela. Rómulo Gallegos nació en Caracas el 2 de agosto de 1884 y falleció en la misma ciudad a los 84 años, el 5 de abril de 1969. Le tocó conocer y vivir, aunque también sufrir, otra Venezuela, por la que sintió gran pasión. Como él mismo reconoció, sus obras literarias trataban de describir los problemas del país y de sugerir, desde sus posiciones personales y perspectivas e ideas coetáneas, posibles soluciones. La Venezuela de las novelas de Gallegos, más de noventa años después de publicadas las primeras, mucho han cambiado ciertamente, pero su relectura se convierte en un imperativo impostergable, pese a la crítica y los sentimientos antigalleguianos. Estos últimos están más relacionados e incluso causados por su militancia política y, más que por sus propias actuaciones, por las de sus correligionarios. La acción política casi nunca combina bien con la actividad intelectual y menos aún con la creación literaria. Sin embargo, las tres cosas, pero no como un sino inevitable, se han conjugado muchas veces en el pasado latinoamericano e inclusive en el presente. La construcción de repúblicas en el siglo XIX demandó de sus intelectuales esos perfiles multifacéticos. No obstante, cuán diferentes fueron los resultados cuando se lograba separar o equilibrar, al menos, esas tareas civilistas. Andrés Bello, en el caso de la producción intelectual, es un ejemplo importante. Desde luego, para entender mejor una trayectoria resulta muy difícil y arriesgado, aunque quizá no un ejercicio del todo inútil como generalmente se asume, imaginar qué hubiera podido pasar de haber sucedido o no tal o cual evento. Arriesguémonos. Las tres últimas décadas de Gallegos (1939-1969) se dividen en tres etapas también: (i) su actuación política (1936- 1948), (ii) el exilio y el dolor por la muerte de su amada esposa Teotiste Arocha Egui (1895-1950) y los intentos de novelar las realidades cubana y mexicana (1948-1958), y (iii) el regreso a Venezuela, los homenajes y su enfermedad (1958-1969), además de la reacción contra su obra. Cabría preguntarse, dejando a un lado por supuesto la infausta pérdida de su esposa y la depresión que ello le causó, qué potencial literario, desde su propia concepción de literatura de denuncia, hubiera podido desarrollar el gran novelista después de la muerte de Gómez y con el advenimiento de la nueva Venezuela. Ante esta última afirmación, obviamos la discusión de si Gómez ayudó o no a construir el país moderno o fue solo la obra de López Contreras y Medina Angarita, entre 1936 y 1945, y luego del llamado trienio adeco (1945-1948) tras el golpe de estado del 18 de octubre de 1945 y, posteriormente, de los gobiernos autoritarios que se sucedieron entre noviembre de 1948 y enero de 1958. Las únicas novelas de tema venezolano publicadas por Gallegos después de 1936 son Pobre Negro (1937) y Sobre la misma tierra (1943). El forastero (1942) había sido escrita antes, aunque la primera y la segunda versión de la novela difieren y pudieran considerarse como obras distintas. Así, pues, solo Sobre la misma tierra retrata la Venezuela postgomecista y petrolera. Los cambios sociales que de manera tan dinámica se sucedieron en la vida venezolana entre 1936 y 1958 hubieran sido, sin duda, una copiosa cantera para un novelista como Gallegos, interesado en identificar problemas, documentarlos y abordarlos mediante la ficción literaria. A ello se hubieran sumado las complejidades de la Segunda Guerra mundial, la postguerra y la Guerra Fría y su influencia en Venezuela y América Latina. Dejando la especulación y volviendo a la realidad, a lo sucedido, a la herencia recibida y no a la añorada de forma además totalmente anacrónica e improcedente, debemos considerar dos factores. El primero de ellos se refiere a la actuación política de Gallegos, demostración fehaciente de su sinceridad y compromiso con las causas que, desde la literatura primero, asumió como justas. El segundo es la formación literaria y la actitud creativa, llamémoslo así, de Gallegos. Su estilo, no necesariamente sus propósitos, no se avenía con las vanguardias y tal vez ello hubiera dificultado la elaboración de otras obras, como pasó con La brizna de paja en el viento, la novela de ambiente cubano, y Tierra bajo los pies o la brasa en el pico del cuervo (publicada de forma póstuma en 1973), inspirada en la experiencia mexicana, sin obviar el conocimiento menos profundo de las realidades cubana y mexicana que tenía el autor. En otras palabras, el gusto había cambiado; la experimentación y novedosas formas narrativas ofrecían diversas posibilidades narrativas y hermenéuticas. En este contexto, el viejo estilo podía interpretarse como impropio y anticuado, en especial en una época de tantas rebeldías y aceleradas transformaciones. Gallegos sigue siendo un autor fundamental que vale la pena leer por placer y deleite; un faro en la Venezuela convulsionada de ayer y de hoy; y un autor que alimentó de manera sustancial la construcción del imaginario social postgomecista o, si se quiere, de la Venezuela moderna (al menos de mediados del siglo XX, entre 1926 y 1976). Reconstruir ese imaginario para interpretarlo y, si fuera, el caso desmontarlo, así como las visiones subyacentes en la presentación de sus historias, de los personajes y sus actuaciones y las tesis transmitidas mediante el discurso narrativo constituirán, sin duda, no solo un homenaje a Gallegos, sino una contribución al nuevo proyecto de país que sin más dilación debemos construir. Rómulo Gallegos y sus contemporáneos ayudaron a elaborar y consolidar un proyecto político, ampliamente entendido, con fortalezas y debilidades como ocurre en todas las obras humanas. Mirarnos en el espejo de los aciertos y desaciertos de ese proyecto, en los aportes de sus creadores, en las contradicciones y errores, lejos de ser una actitud iconoclasta, o una nueva versión de la reacción antigalleguiana, sería un tributo al gran novelista, uno de los mejores tributos al escritor analista y al político sincero y convencido.